Como cada día, aquella vieja, de precaria
jubilación, cumplía con su ritual matutino. Salía a la calle con un enorme
anorak fucsia que acentuaba la percepción visual de ver como el paso de tiempo
le iba menguando sus carnes y sus huesos. Una falda verde loro, medias violeta
por debajo de las rodillas, calzada con unas zapatillas de borreguillo color
azul turquesa. El rostro arrugado quedaba enmarcado por unas gafas setenteras que parecían hechas con el
culo de la botella de Anís El Mono, como el que se pimplaba cada mañana nada más
levantarse. Coronaba todo el conjunto con una peluca negro azabache, colocada
sobre la testa de cualquier manera, cubriéndole apenas los escasos pelos
canosos que le quedaban. Resumiendo, una fuente de inspiración para cualquier
"fashion hunter" que tuviera la suerte de cruzarse en su camino.
Unido a ella por una cadena, llevaba a rastras una bola de sebo con patas. Lo llevaba muy cuco, con un vestidito canino de cuadros escoceses. Tiempo atrás, aquella criatura informe, si bien nunca tuvo una estampa de cierta prestancia, sí que, por lo menos, su aspecto recordaba vagamente la forma de un perrito de raza indefinida. Aquel engendro sarnoso olisqueaba todas las farolas, semáforos y árboles que le salían al paso. Ejecutaba una meadita rápida antes de que la vieja, que iba a piñón fijo, tensara demasiado la cadena y finalizara su vida estrangulado. Una meadita por aquí, otra meadita por allá, iba marcando territorio a las cucarachas.
Esta exótica pareja formaba parte del paisaje urbano del barrio. También formaban parte del decorado del bar en el que cada mañana entraban a desayunar. Otros parroquianos del mismo calibre, que compartían el mismo ritual matutino de desayunar en aquel antro, ya tenían el culo aposentado en la silla y frente a la mesa de siempre. La vieja y el perrito entran arrastrando los pies, y cada uno ocupa la silla que pareciera ya les tenían reservada. Sin mediar palabra alguna, el camarero les sirve dos cafés con leche acompañados de dos croissants. Con paciencia de monje zen, la vieja va mojando el croissant en la taza, y se lo va dando a su compañero de vejez. La pequeña criatura de ojos vidriados va deglutiendo con deleite, lo que la vieja le va introduciendo en el hocico. Cada mañana el mismo ritual sagrado. Dos seres andrajosos desayunando croissant mojado con el café con leche.
Pero esa mañana, el animal no pudo más. Hasta aquí había podido llegar. Las órbitas de los ojos se le hincharon como bolas de ping pong. La hinchazón acabó apoderándose también de todo su cuerpecito, y reventó.
Empezó con una cagadita, pero la cosa fue en aumento. Daba la sensación que el desdichado bicho estaba vaciando, de golpe, todos los croissants que se había zampado durante lustros cada mañana de su mísera existencia. Uno no sabe como aquel ser diminuto había podido almacenar en su interior tal cantidad de mierda. Tantos años de ignominias, de frustraciones, de soportar vejaciones y humillaciones, acaban por explotar, saliendo afuera de cualquier manera.
Un non stop de masa fecal empezó a acumularse sobre la silla de arabescos metálicos. Seguía saliendo más y más mierda por aquel ano rodeado de algo parecido a un perro pulgoso. Aquella mierda se desbordó invadiendo el suelo de baldosas de ajedrez. La boñiga aumentaba de volumen sin cesar. Taponó la puerta de salida impidiendo la huida de cualquier cliente que no hubiese tenido los reflejos activados como para poder reaccionar.
El zurullo alcanzó el techo del local. Todos perecieron en aquel bar que los acogía cada mañana. Todos perecieron bajo aquella montaña de mierda. Una muerte excesivamente metafórica comparándola con el tipo de vida que estaban llevando aquellos míseros jubilados…. Una vida de mierda.